Durante la última década, la narrativa de venta del vehículo eléctrico ha sido impecable. Nos dijeron que, al tener muchas menos piezas móviles que un motor de combustión interna —adiós a los cambios de aceite, correas de distribución y bujías—, su mantenimiento sería mínimo y su vida útil, eterna. La lógica dictaba que, por tanto, deberían retener su valor mejor que sus contrapartes de gasolina.

Sin embargo, el mercado real, ese juez implacable que opera con dinero y no con ideales, ha dictado una sentencia diferente. Estamos presenciando una crisis de depreciación acelerada en los vehículo eléctricos usados, un fenómeno que está dejando a los primeros adoptantes con “equity negativo” (debiendo más de lo que vale su coche) y provocando sudores fríos a las compañías de leasing y financiamiento. El sueño eléctrico tiene una fuga financiera.

El Factor Miedo: La Lotería de la Salud de la Batería

El principal culpable de este desplome es la incertidumbre sobre el componente más caro del coche: la batería de alto voltaje. Comprar un coche de gasolina usado de cinco años es una apuesta calculada; un mecánico puede revisar el motor y dar un diagnóstico certero.

Comprar un vehículo eléctrico usado, en cambio, se siente para muchos como jugar a la ruleta rusa. La degradación de la batería es un proceso químico inevitable e invisible. El comprador de segunda mano se pregunta: “¿Cómo trató el dueño anterior esta batería? ¿La cargó siempre al 100% en cargadores rápidos, acelerando su desgaste? ¿Cuánta autonomía real le queda?”.

El miedo a enfrentarse a una factura de reemplazo de batería de 15,000 o 20,000 dólares fuera de garantía es un disuasivo brutal. El mercado está castigando severamente esta incertidumbre, derrumbando los precios de cualquier unidad que se acerque al fin de su garantía de fábrica.

Obsolescencia Tecnológica: El Síndrome del Smartphone

El segundo factor es que hemos dejado de tratar a los coches como máquinas duraderas para tratarlos como productos de electrónica de consumo. Un Volkswagen Golf de 2018 sigue siendo un coche perfectamente funcional y competitivo hoy en día.

Pero un coche eléctrico de 2018 (pensemos en un Nissan Leaf de esa generación o un BMW i3) parece hoy una pieza de museo. Sus autonomías son ridículas comparadas con los estándares actuales, sus velocidades de carga son penosamente lentas y su software de infoentretenimiento se siente arcaico. La tecnología de baterías y software avanza tan rápido que provoca una obsolescencia prematura. Nadie quiere pagar mucho por el equivalente automotriz de un iPhone 8 cuando el iPhone 15 acaba de salir.

La Guerra de Precios y el Caos del Mercado

Finalmente, el mercado de usados ha sido víctima de un daño colateral provocado por los fabricantes mismos, especialmente Tesla. Cuando Tesla decidió recortar agresivamente los precios de sus coches nuevos en 2023 y 2024 para ganar cuota de mercado, provocó un efecto dominó devastador.

Si un Model Y nuevo pasa a costar 10,000 dólares menos de la noche a la mañana, automáticamente cada Model Y usado en el planeta pierde al menos esa misma cantidad de valor instantáneamente. ¿Por qué alguien compraría un usado por 40,000 si el nuevo ahora cuesta 42,000 y además tiene incentivos fiscales del gobierno que el usado no tiene?

Esta crisis de depreciación es una señal de alerta crítica. Si los valores residuales se hunden, las cuotas de arrendamiento (leasing) futuras se dispararán para compensar el riesgo, haciendo la transición eléctrica más cara para todos. El mercado está descubriendo dolorosamente que la economía del coche eléctrico es fundamentalmente distinta a la del coche de combustión.

La cruda resaca de la fiesta eléctrica: El desplome del valor en el mercado de usados

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