En las ciudades de México, la calle se ha convertido en un terreno de disputa silenciosa. De un lado, los automovilistas: protegidos por toneladas de acero, acostumbrados a ser los dueños absolutos del espacio público. Del otro, los ciclistas: vulnerables, expuestos, pero cada vez más presentes como alternativa de movilidad frente al tráfico, el costo del transporte y la urgencia ambiental.
La narrativa común pinta este choque como una guerra. Los conductores aseguran que las bicicletas “estorban”, que circulan sin luces, sin casco, y que muchos no respetan semáforos. Los ciclistas, por su parte, denuncian el hostigamiento constante: claxonazos, invasión de carriles exclusivos, rebases sin distancia y una sensación diaria de estar jugándose la vida en cada pedalazo. Ambos bandos exhiben argumentos válidos.
Pero la raíz del conflicto está en otro lado: en un sistema de movilidad que nunca fue diseñado para compartir. México construyó sus ciudades alrededor del automóvil. Periféricos, distribuidores viales, segundos pisos y avenidas de alta velocidad son prueba de ello. La bicicleta, aunque siempre presente, fue marginada hasta que en la última década ganó protagonismo gracias a ciclovías, colectivos ciudadanos y programas como Ecobici. Sin embargo, la infraestructura es aún fragmentada, insegura y mal conectada.
El resultado es evidente. De acuerdo con cifras oficiales, cada año mueren decenas de ciclistas y cientos resultan lesionados en incidentes viales. La mayoría de los casos pudo evitarse con una combinación básica: respeto mutuo y aplicación real del reglamento. Pero en un país donde la cultura vial es deficiente y la sanción es la excepción, la tragedia se repite con frecuencia dolorosa.
El coche seguirá siendo mayoría en las calles mexicanas. Pero la bicicleta dejó de ser invisible: hoy representa para miles de personas no solo un medio de transporte, sino también un acto de resistencia frente al caos urbano. Y ahí está la clave. La convivencia no puede basarse en la fuerza bruta ni en el poder de un claxon, sino en la certeza de que la calle pertenece a todos.
Automovilistas, ciclistas y gobierno tienen responsabilidades claras. Respetar la distancia de 1.5 metros, bajar la velocidad, cumplir los semáforos, usar casco y luces, diseñar ciclovías seguras y sancionar a quienes violan la ley. No es una batalla de ganadores y perdedores. Es una urgencia social que se mide en vidas humanas.
En México, la verdadera pregunta no es quién tiene la razón en la calle. La verdadera pregunta es más sencilla y brutal: ¿Quién logra llegar vivo a casa?